11 marzo 2005

AB IMO PECTORE

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Hace un año del 11M, esa mañana más temprano que de costumbre, mi hijo Manuel me dejó en la Estación de Cercanías de Alcalá de Henares. Tenía una importante y temprana reunión en la Oficina. El tren estaba a punto de partir. Los vagones estaban atestados de gentes de múltiples razas, pintas, lenguas y destinos. Allí estaban mis ocasionales compañeros de viaje. Unos leían, otros oteaban, a través de las ventanas, el despuntar del alba de una fría mañana madrileña, otros usando el móvil hablaban con sus familiares, sus amigos, sus compañeros... Era un día normal, bonito con un cielo temeroso…

“Por tus desnivelados terrenos y arrabales,
ciudad, por tus lluviosas y ateridas afueras
voy las hojas difuntas pisando entre trincheras,
charcos y barrizales.
Los árboles acodan, desprovistos las ramas
por barbas y tapiales
donde con ojos fijos espían las troneras
un cielo temeroso de explosiones y llamas.”


Como un día cualquiera, el tren avisaba las paradas: la primera, Torrejón, luego San Fernando con su cielo entretenido de aviones que llegan a Barajas... después Coslada y Vicálvaro y... ¡PUM! Llegando a Santa Eugenia escucho un fortísimo estruendo, como de un severo choque, que me impulsó de manera violenta hacia adelante. Yo que estaba sentado de repente me encontraba casi encima de una Señora sentada frente a mí. Pensé que otro tren nos había chocado... De esa manera un viaje rutinario y tranquilo se había convertido, en un instante, en un maremagnum de gritos, confusión, hierros retorcidos, gente por el pasillo del vagón, caras de pánico y de entre ellas, una niña de profunda mirada pidiendo ayuda... Había urgencia, yo tenía urgencia, mucha urgencia… en no ver cuerpos ensangrentados, en no escuchar el clamor de muchos, en definitiva: urgencia de huir... El tropel humano se convirtió en un tapón natural de desesperación y pánico en la salida del vagón. Ese día, en esos momentos, la relatividad del tiempo fue omnipresente; omnipotente: cada segundo, era una eternidad, cada eternidad una vida y cada vida... ¡qué se yo lo que era ese día cada vida! No puedo recordar como alcancé la puerta de salida del vagón. Se que pisé a algunos, se que salí antes que la señora sobre la cual caí, se que escuché personas gritando, sé que fui un rabioso e inmisericorde integrante de una espontánea jauría que solo buscaba su salvación....

“Ciudad de los mas turbios siniestros provocados,
de la angustia nocturna que ordena hundirse al miedo
en los sótanos lívidos con ojos desvelados,
yo quisiera furiosa, pero impasiblemente
arrancarme de cuajo la voz, pero no puedo,
para pisarte toda tan silenciosamente
que la sangre tirada
mordiera, sin protesta, mi llanto y mi pisada.”


De pronto me vi en la vía del tren... allí reconocí lo que verdaderamente había ocurrido. Mi vagón estaba delante del que explosionó. Vi mucha gente caminando en un sentido cierto y por instinto gregario me uní a ellos; seguí al rebaño... La fantasmagórica vivencia de un nuevo Guernika me impactó para siempre: Rostros descolocados, muertos agolpados, brazos y piernas sueltos, olor a sangre, y gritos, muchos gritos, lágrimas, muchas lágrimas. No sabía cómo reaccionar, ni donde ir, no sabía que hacer, ni sabia por qué aquello estaba ocurriendo.

Recuerdo que la valla que impide el acceso a las vías había sido aplastada por el tropel humano. Después pase bajo el puente y me vi en una calle de Santa Eugenia. ¡Me sentía liberado! Volteé a mirar, una vez más, la escena del horror y de manera fría, sin querer aceptar lo ocurrido, seguí adelante. Me encontraba en medio un ejército humano de cientos de personas que llegaron de los edificios cercanos. Se acercaron a nosotros, nos tocaban, nos arropaban, nos preguntaban:

- ¿Señor está usted bien? Diga la verdad!
- ¿Le duele algo?
- ¿Cómo puedo ayudarle?
- Le veo muy mala cara suba usted que le llevo en mi coche al Hospital...

Afortunadamente solo sufrí golpes y tenia, cosa insólita, la angustia por llegar a tiempo a la oficina, a cumplir con la reunión pactada. Me subí al primer autobús que vi y aliviado por sentirme lejos del infierno vivido, me di cuenta que iba en dirección para mi desconocida. Toda la gente hablaba y hablaba sobre el tema, los móviles estaban a reventar en ese momento llame a Jeannette y la dije,

- ¿has sabido algo?
- No ¿por qué?
- Nos han puesto una bomba en el tren.
- ¡Dios mío! ¿Estas bien?
- Si, estoy bien, pero como veras las noticias quiero que estés informada por mi.
- ¿En verdad estas bien?
- Si, en verdad. No te preocupes, voy en camino de la oficina. Enciende la tele allí verás lo que está ocurriendo. Te llamo luego.

Después de haber cambiado varias veces de autobús llegué a la oficina. La reunión había sido suspendida y todo fue un informar sobre lo sucedido, sobre lo que me había sucedido. En uno de los cambios de autobús me encontraba en el cruce de Francisco Silvela con Avenida de América. Allí vi como una muchedumbre bajaba, de manera apresurada, en dirección a Manuel Becerra. Inmediatamente la asocié con la posibilidad de otra bomba puesta en sitio cercano y ello explicaría la movilización que observaba. No era otro atentado, era una marea de generosidad humana que iba a donar su sangre para los heridos de Atocha. Ese día las rencillas, las caras largas, los cabreos, los puntos pendientes… se guardaron en la alacena: miles de voluntarios dieron lo mejor de si; los taxistas llevaban gratuitamente a los hospitales a los afectados y sus familiares; médicos, psicólogos, bomberos, aun estando de vacaciones se presentaron, sin ser llamados, en sus puestos de trabajo. Todos querían ayudar y todos ayudaron.

“Mas que nunca mirada,
como ciudad que en tierra reposa al descubierto,
la frente de tu frente se alza tiroteada,
tus costados de árboles y llanuras, heridos;
pero tu corazón no lo taparán muerto,
aunque montes de escombros le paren sus latidos.”


De regreso a casa era inevitable enfrentarme conmigo mismo. Me sentía culpable. ¡Y lo era! Mi conciencia reclamaba no haber prestado atención a ningún herido. No me preocupé por nadie, solo pensé en mí. ¿Por qué no había donado sangre? ¿Por qué no estaba de voluntario? ¿Por qué era la chica del asiento trasero y no yo quien decía “vengo de allí, es un horror pero tengo que volver…” Ha pasado un año, y ha pasado mucho en España a consecuencia de los atentados de ese día. Pero lo que no ha pasado, lo que todavía vive y me hiere es la niña. Esa desconocida niña que con mirada profunda pedía ayuda. Esos ojos inocentes, si existe, son los ojos de Dios y esa petición de ayuda, fue mi condena. Se que hasta el final de mi vida los veré y me verán; esté dormido o despierto, quieto o en actividad, de día o de noche, aquí o en otro lugar. Desde ese día, esos ojos son mi señal de Caín.

“Ciudad, ciudad presente
guardas en tus entrañas de catástrofe y gloria
el germen más hermoso de tu vida futura.
Bajo la dinamita de tus cielos, crujiente,
se oye el nacer del nuevo hijo de la victoria.
Gritando y a empujones la tierra lo inaugura.”

Hoy los medios están repletos de noticias relativas al aniversario. Todos compitiendo por lograr más porcentaje de rating o de lectura. Y hoy, me alegraría saber que los ojos de esa niña también están viendo, en este día, los medios…

Un fuerte abrazo para todos


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TITULO: Con todo mi corazón

Versos de Rafael Alberti: Capital de la Gloria, Madrid

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En el continuo ir y venir de las horas, de los meses y los años…. (ir mientras envejecemos y venir desde el continuo retorno a los recuerdos)… he aprendido que mi vida más fecunda es la del presente, que mi vida más sabia es la del pasado y que mi vida mas incierta es la del futuro. Pero en medio de los ruidos del diario acontecer de las cosas, he descubierto que, un corazón arrepentido, reinventa su camino, descubre su senda y orienta sus pensamientos hacia la luz de su descanso, hacia la bondad otras veces ausente, hacia la verdad tantas veces interrogada…. He descubierto que, un corazón estremecido, muestra la imagen más fiel del perfil humano, cuando despierta de la cárcel de su rutina y descubre sus límites entre la vida y la muerte, entre la luz y las sombras, entre lo que conoce e ignora… He descubierto que, un corazón que ha despertado, alumbra con luz propia la senda de su destino, escucha su latido en el pálpito de la vida que le nombra y echa raíces en la esperanza cierta de un nuevo amanecer, sin gritos desesperados, sin dolor, sin llanto, sin sufrimiento… He descubierto que, en ti, Manuel, desde el 11M, tu corazón vive arrepentido, es capaz de estremecerse ante el gemido hermano y ha despertado hacia la luz de un nuevo amanecer… En ese camino, no vas solo, Manuel, yo te acompaño, sin mas palabras que las que dicte tu corazón, sin más pretensión que la de decirte, no estas solo; que yo voy contigo, amigo… Gracias Manuel, por tu escrito, por tu sinceridad y por la belleza que expresa tu corazón, bueno, humano y sensible. Raijomayo

Anónimo dijo...

Hay un silencio que teme comerse el tiempo que lo habita…
Hay un ronco vibrar de tiernas alas…
Hay un oscuro techo que envuelve corazones…
Como un incendio en un bosque sin palabras…
Hay un tierno amanecer de niño humilde…
Hay una canción que suena helada…
Hay un velero que rema inerte…
Y hay un batir de besos que caen al agua…
No es una canción lo que impregna el aire,
Es el susurro de un lago que bebe en una charca,
Y un corazón que respira sangre de alguien…
Que no llegó a ser más que la ausencia de un cariño…
En el eterno dilema de las cosas muertas,
En el eterno amanecer del bosque verde,
Hay una niña pobre que llora en un palacio…
Y un cisne azul que ya no importa a nadie…
Y puedo recoger los vestigios de una época,
Que nació de razones, sin amor congeladas,
Y puedo recoger del bosque las pasiones,
Y puedo poblar mi escasa voz de palabras….
Lentamente van cayendo los minutos…
En el tintero de la nada, aunque….
Lentamente en mi corazón su rumor se oye…
Solo mi corazón los nombra de forma sosegada…
Son los que se fueron sin haber cumplido su jornada…
Con amor mi alma los guarda, profundamente apenada
Un abrazo, Manuel.